Estaba decidida. Aún desde la cama
volvió a repasar su plan, un plan que la asustaba pero que también
significaba el intento de tener una vida mejor, la que se merecía, o
mejor, la que merecían. Quería que los golpes, los gritos, el vivir
asustada y atemorizada, las ganas de no volver a casa, el sentimiento de
protección hacia los suyos, los trastos rotos que había que
recoger...salieran de su vida. Ya.
Llevaba
meses planeando ese día. Y tenía que ser entonces o nunca. Su madre
debía salir de aquella casa y no volver jamás. Junto a una amiga había
llamado a todas las puertas que creyó conveniente.
En
el instituto le contó a su tutor que la situación en casa era
insostenible, que no podía estudiar, de ahí que hubieran bajado sus
notas, y que no podía tardar en volver cada día, por eso estar en la
biblioteca no era una opción si quería recuperar sus aprobados. Si
llegaba más tarde de las cinco las represalias se tornaban en golpes
hacia su madre por no educarla como él quería.
Fue
al edificio rosa que había en su ciudad, en el que un letrero enorme
ponía "Centro de la Mujer"y, los días en que tenía algo de tiempo, se
había ido asesorando, aunque las especialistas en género le dijeron que
lo más importante era la voluntad de su madre de salir de aquel
infierno, porque de otra manera era complicado actuar. Pero eso no le
valía. No sabía si su madre querría o no empezar una nueva vida, porque
si hasta ahora había aguantado, por algo sería. Se negaba a pensar que
fuera amor, a ese monstruo no lo podía querer nadie. Pero entonces,
¿qué? No entendía que el miedo la acobardara tanto.
Tenía
que ser ella la que cogiera las riendas de esa situación. Su madre era
un guiñapo con unas ojeras enormes que apenas hablaba, sólo para pedir
que recogiera los juguetes que su hermano dejaba por el piso o que le
curara y tapara las heridas que no alcanzaba a ver. Se sentía cómplice
de todo aquello y por eso, también culpable. Los ojos de esa mujer que
en fotos era preciosa no tenían brillo, ése que tenía cuando nació su
hermano hacía cinco años y que ella sabía distinguir: felicidad. Vagaba
por la casa como alma en pena, en pijama, hasta que llegaba la hora de
ir a hacer la compra, para tener preparada la comida para ese monstruo
con el que se había casado hacía ya unos 18 años.
Entonces
se maquillaba, intentaba recoger su pelo en una coleta y se arreglaba,
porque a su padre tampoco le gustaba que se vistiera de cualquier
manera. Por eso, después de cada pelea, bronca o dura paliza, llegaba a
casa con una bolsa de ropa o complementos de las mejores firmas y marcas
de la ciudad. Sí, lo peor es que se trata de ese tipo de familia que,
con el dinero, que no faltaba por el alto puesto ejecutivo que tenía su
padre en una empresa con proyección a nivel nacional, parecía arreglarlo
todo.
Pero su madre no era su madre
ya. Eso fue lo que la hizo reaccionar. No hablaba, no podía contarle
sus cosas, sus primeros amores, o sus conflictos con sus amigas.
Por
eso esa mañana fingió sentirse indispuesta, y no fue al colegio. Al
levantarse, su madre en pijama hacía las tareas de la casa, porque al
final la chica que limpiaba un día dejó de acudir sin dar explicación
alguna. Pero ella sabía los motivos. No hacía falta que los hubiera
explicado. Casi sin reparar en ella le dijo que el desayuno estaba en la
cocina. Su madre estaba ensimismada y ni siquiera echaba cuenta en
ella. Pero no tenía hambre.
Sólo
quería sentar a su madre en el sofá y explicarle todo lo que había
averiguado. Había recopilado información sobre la ayuda que necesitaban,
le habían puesto en contacto con la casa de acogida que les podía
pertenecer, haciendo una excepción, porque al ser menor de edad no podía
gestionar ningún trámite y había escrito una carta a sus abuela y tíos,
para que supieran dónde estarían los tres. Y es que su familia tampoco
era bien recibida en casa. La factura que le pasaba a su madre aquel
tipo de visita era una paliza tras otra, constantemente.
Su
madre permaneció inmóvil un rato, mientras ella derramaba lágrimas
desconsolada. Unas lágrimas que no sabía de dónde salían, porque ya
había llorado demasiado durante años, ya no recordaba ni cuántos. Y fue
entonces cuando, después de varias negativas, le cogió la mano a su hija
y le pidió que la ayudara a hacer las maletas. Pero no hizo falta,
estaban hechas. Cuatro prendas que ella se había encargado de comprar
con su paga semanal, para que no tuviera que llevar la ropa que él le
regalaba y que estaba llena de odio y asco, y lo fundamental para ella y
su hermano. No necesitaban más. En las noches de insomnio le había dado
vueltas a su nueva vida, e incluso a un nuevo nombre, por si acaso lo
necesitaba, y a todo lo bueno que les llegaría entonces. Estaba segura.
Cuando
salieron por la puerta, sintió que su madre titubeaba, pero le dio un
fuerte apretón en la mano que le insufló la fuerza que le faltaba. Por
eso no miró atrás. Fueron a recoger a su hermano del colegio y se
marcharon. No cogió ninguna foto porque en todas aparecía aquél que
hacía que su familia hubiera sido infeliz todos aquellos años. Recordó
los buenos momentos, los pocos que alcanzaba a tener y pensó que echaría
mucho de menos a su amiga Laura, que se había converido en su
confidente, su alegría y la que la había empujado a actuar e intentar
hacer despertar a su madre de su letargo. Cerró la puerta y echaron a
correr.
Aquel gesto fue el primero
de una nueva vida, del comienzo de una historia que escribirían juntas
su madre, ella y su hermano, porque no pensaba dejarlos solos ni un
minuto. Era momento de saborear ese minuto de satisfacción. Y lo demás,
ya llegaría, aunque lo tenía todo calculado. Habían sido demasiados
meses de planificar cada detalle para no dejar flecos sueltos en ésa su
nueva vida.