Germán, de dos años de edad, está descubriendo el mundo. Es
fascinante. Todos a su alrededor parecen gigantes, sobre todo papá, piensa
siempre para sus adentros, por lo menos en comparación con mamá. Bueno, algunos
de sus primos son unos enanos, incluida su hermana. Un rollazo, vaya, porque
jugar con ellos es prácticamente imposible.
Se dispone a salir de casa y a inspeccionar a todo el que se
cruce por su camino. Sinceramente, pocos hay como papá, piensa, su estatura es
brutal para él. Y es que, cuando papá lo sube a hombros y puede ver el mundo
desde ahí arriba, se divierte mucho. Entonces le apetece saludar a la gente que
se encuentra por la calle, para que vean que va muy alto, casi se diría que
puede rozar las nubes con sus manos, aunque lo intenta en alguna ocasión y no
lo consigue, pero bueno, se le pasa la idea enseguida, porque es apasionante
seguir divisando el mundo desde esta alta torre.
Pero cuando papá dice que está cansado y no lo puede seguir
llevando en hombros, su diversión se agota. “Vaya”, piensa, “ahora soy yo como
una hormiguita”, sobre todo se siente así cuando pasa por una calle totalmente
abarrotada de gente en la que se pierde por entre las piernas de todos los que
pasan, apresuradamente, hacia dios sabe dónde. Y en ese preciso instante la
calle se le antoja un sitio un poco inseguro, por lo que tira del pantalón de
papá para que le haga caso y le grita “papá quiero volver a casa”, así que,
como papá ha terminado las gestiones en la calle, se acaba la excursión al
amplio mundo que supone la calle.
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